En la consulta de cualquier psicólogo especializado en adolescentes es común escuchar historias de jóvenes que aún cargan con el peso emocional de una humillación vivida en el colegio o en casa. Un comentario hiriente frente a los compañeros, un castigo desproporcionado o una corrección pública pueden parecer actos “educativos” en el momento, pero en realidad dejan una huella profunda. Desde la psicología del desarrollo y la práctica clínica sabemos que la adolescencia es una etapa especialmente sensible, donde el cerebro y la identidad emocional están en plena construcción.
Durante este periodo, los adolescentes buscan sentirse comprendidos, valorados y respetados. Por eso, cuando un adulto —ya sea un docente, madre, padre o figura de autoridad— utiliza el castigo humillante como forma de corrección, se rompe el vínculo de confianza y se genera un impacto emocional que puede afectar su autoestima, su motivación escolar y sus relaciones futuras.
Los estudios en psicología educativa y terapia con adolescentes coinciden: el castigo y la humillación no enseñan autorregulación, sino miedo y resentimiento. A corto plazo pueden lograr obediencia, pero a largo plazo fomentan el aislamiento, la rebeldía o la desmotivación. Por eso, tanto en el ámbito familiar como en el educativo, los profesionales de la psicología promueven estrategias más efectivas basadas en la empatía, la escucha activa y la aplicación de consecuencias reparadoras, que no dañan la dignidad del joven sino que le ayudan a crecer y a comprender el sentido de sus actos.
La terapia psicológica con adolescentes demuestra cada día que acompañar, validar las emociones y ofrecer herramientas de gestión es mucho más transformador que castigar o ridiculizar.
Cuando el castigo apaga la motivación
El cerebro adolescente está en plena construcción: busca identidad, independencia y, sobre todo, aceptación social. Cuando un adulto lo humilla o lo expone públicamente, su sistema emocional se activa como si estuviera en peligro. Lo que siente no es aprendizaje, sino vergüenza, rabia y miedo al rechazo.
Estudios sobre disciplina escolar y emociones en secundaria muestran que este tipo de castigos generan más ansiedad, resentimiento y desconexión emocional con el adulto (Gregory et al., 2011; Somerville, 2013). Es decir, el adolescente obedece por miedo, no porque haya comprendido lo que hizo mal.
“Copia 100 veces”: un castigo que no enseña
A primera vista parece un castigo inofensivo: “así reflexiona”. Pero copiar frases o imponer tareas mecánicas no promueve autorregulación ni responsabilidad. El joven solo aprende que portarse mal equivale a sufrir, pero no entiende por qué ni cómo mejorar.
Desde el análisis de conducta sabemos que el castigo puede frenar una conducta en el momento, pero no enseña una alternativa ni genera aprendizaje moral (Skinner, 1953; Gershoff & Grogan-Kaylor, 2016). Y cuando el adolescente siente que se le castiga sin sentido, el resultado es frustración y pérdida de interés por aprender.
Humillar en público: una herida invisible
Ridiculizar a alguien delante de los compañeros puede parecer una forma rápida de “dar ejemplo”, pero tiene consecuencias profundas. En la adolescencia, la valoración del grupo es vital. Ser avergonzado públicamente puede dejar marcas duraderas en la autoestima y aumentar el riesgo de depresión o aislamiento (Rudolph, 2014; Somerville, 2013).
Además, cuando un grupo presencia la humillación, se instala el miedo: todos aprenden que equivocarse es peligroso. El aula se vuelve un lugar donde el silencio y la obediencia pesan más que la curiosidad y la participación (Wang & Degol, 2016). Y así, el aprendizaje se apaga.
Educar con respeto sí funciona
Afortunadamente, hay alternativas más eficaces y humanas. Las prácticas restaurativas —que buscan reparar el daño y enseñar empatía— ayudan a que los adolescentes entiendan el impacto de sus actos y aprendan a hacerse responsables sin perder la dignidad.
Por ejemplo, en lugar de copiar frases, puede pedirse al alumno que ayude a preparar el siguiente material o dialogue sobre cómo evitar la misma situación. Esto favorece reflexión, reparación y sentido de pertenencia. Numerosas investigaciones muestran que este tipo de estrategias reducen conflictos y mejoran el clima escolar (Gregory et al., 2016; Morrison & Vaandering, 2012) y el clima en el hogar.
En resumen
El castigo humillante puede imponer obediencia momentánea, pero rompe el vínculo educativo, deteriora la autoestima y apaga la motivación. La disciplina que realmente educa no se basa en el miedo, sino en el respeto, la empatía y la reparación del daño.
Humillar no enseña. Acompañar con firmeza y respeto, sí.
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